La inflación del 3,7% en marzo golpea la narrativa del Gobierno de Milei, desmoronando el discurso de desinflación y revelando tensiones con el FMI. Aunque el Ejecutivo intenta minimizar el impacto, los precios de alimentos han desafiado las expectativas, lo que lleva a un ajuste en las proyecciones económicas.
La inflación golpea el relato oficial y anticipa nuevas turbulencias
El Gobierno enfrenta su primera gran derrota narrativa desde que asumió. El dato del INDEC, que reveló una inflación del 3,7% para marzo —con un preocupante 5,8% solo en alimentos— no solo destruye el discurso de desinflación que Javier Milei sostenía con entusiasmo, sino que también expone una grieta en el vínculo con el Fondo Monetario Internacional, impulsado por el polémico aval a una devaluación que aún no impactó en las cifras.
La cifra sorprendió a propios y ajenos. No porque no hubiera señales, sino porque el Ejecutivo había insistido en que la inflación estaba “domada”. Desde el Ministerio de Economía, las explicaciones bordean el absurdo. En un intento de disfrazar el golpe, argumentaron que la suba responde a métodos de medición antiguos y que una nueva metodología —que el propio INDEC comenzó a probar— refleja un número menor. Como si esa prueba pudiera más que la realidad en góndolas y bolsillos.
Pero el mercado no compra discursos: tras conocerse la cifra, operadores financieros comenzaron a ajustar sus previsiones para abril, y algunas consultoras privadas ya advierten que el mes podría cerrar por encima del 5%. Aquí asoma el peso de una decisión que aún no se reflejó: la devaluación del 23% que, según trascendió, fue una exigencia expresa del FMI en el marco del nuevo entendimiento con el Gobierno.
Milei, atrapado entre su narrativa de ortodoxia libertaria y la necesidad de renegociar con el Fondo en términos poco soberanos, vive el dilema de entregar piezas clave de su política económica a cambio de dólares que le permitan evitar una nueva corrida cambiaria. La interpretación en algunos rincones del oficialismo es que la Casa Rosada no esperaba un ajuste tan veloz de precios tras la devaluación pactada y que confiaban en ‘licuar’ impactos con un consumo deprimido y salarios planchados. Pero los alimentos —y su elasticidad incontrolable— patearon el tablero.
Más allá del número mensual, lo que comienza a desmoronarse es el soporte simbólico que el Presidente sostenía. A falta de reformas estructurales concretas, Milei parecía apostar a una épica del ajuste exitoso, del déficit cero como faro de orden económico. Pero si ese modelo no contiene la inflación —y los indicadores de pobreza comienzan a tensarse al borde de lo inaceptable—, el relato libertario empieza a parecer una fantasía de laboratorio sin asidero en la realidad concreta.
Desde sectores del radicalismo y algunos peronistas dialoguistas, se oyen advertencias sobre la necesidad de “recalibrar”. Ya no con la idea de frenar el ajuste, sino con la intención de no empujarlo a niveles socialmente explosivos. El propio FMI sabe que no es viable sostener una narrativa de orden monetario si no hay paz social. Y eso se refleja en las conversaciones técnicas que, por lo bajo, insisten en advertir sobre el costo político si no se modera la decisión de aplastar la demanda.
El dato de inflación no es solo un número. Es un síntoma. Y sobre todo, es un mensaje de los datos duros a la política. En un contexto donde el Gobierno se muestra cada vez más encerrado, con un esquema de alianzas volátil y con dificultades para consolidar el respaldo legislativo, el síntoma se convierte en señal de alerta. Los inversores lo ven. Las cámaras empresarias también. Y más importante: lo percibe una sociedad que, tras apoyar críticamente al nuevo rumbo en las urnas, empieza a hacer cuentas en el supermercado.
El desafío ahora es doble. Por un lado, el Gobierno debe convencer a los organismos internacionales de que está dispuesto a cumplir con los compromisos pactados, sin dinamitar su ya delicada base social. Por otro, necesita reordenar su narrativa. O sincerarla. El margen para sostener argumentos desconectados de los datos oficiales es cada vez más estrecho. Porque ni la épica ni la ideología pueden tapar la góndola, y menos aún, el plato vacío.