El Gobierno refuerza su postura ante la CGT antes del segundo paro general, anunciando reformas laborales. Con el apoyo del Congreso, planea avanzar en reformas laborales frenadas. Mientras la CGT resiste cambios estructurales, el Ejecutivo busca legitimar su narrativa de crecimiento económico y estabilidad, desafiando la representación sindical.
El Gobierno endurece su postura frente a la CGT y anticipa reformas laborales post-paro
En la víspera del segundo paro general convocado por la CGT en plena era Milei, el Gobierno lanzó una señal inequívoca: no solo no retrocederá frente a la presión sindical sino que, una vez fortalecido en el Congreso, avanzará sobre la reforma laboral detenida por la Justicia. El encargado del mensaje fue el jefe de Gabinete, quien no dulcificó el lenguaje ni esquivó el conflicto. Según la visión oficial, la protesta es una reacción a reformas inminentes, no un genuino reclamo de representación gremial.
En declaraciones a radios afines, se trazó una hoja de ruta clara: reactivar los puntos laborales del DNU 70 que fueron frenados judicialmente y reincorporarlos al debate legislativo cuando el oficialismo logre una mayoría parlamentaria propia. Es una advertencia que mezcla cálculo político con estrategia a largo plazo: resistir ahora para volver con fuerza tras las elecciones legislativas de octubre, en las que el Gobierno espera crecer en Diputados y Senadores.
Tras bambalinas, la tensión es creciente. Desde Casa Rosada observan con desdén el paro, al que tildan de “difuso” y más motivado por el temor a perder territorio gremial que por verdaderas urgencias del sector trabajador. No es casual que se cuestione la longevidad de los líderes sindicales —”30 años en sus cargos”, según el propio jefe de Gabinete— ni que se insista en reflotar la discusión sobre democracia sindical. En criollo: buscan deslegitimar a quienes encabezan la protesta, aumentando así el costo político de enfrentar al Ejecutivo.
La CGT, en tanto, actúa como contrapeso sectorial frente a un Gobierno que persigue transformaciones estructurales. No es casual que la dirigencia sindical mantenga su rol activo en la calle mientras el oficialismo avanza sobre contratos, contribuciones solidarias y convenios colectivos. La disputa supera lo salarial: se juega la supervivencia de un modelo sindical verticalista, resistente a los cambios que demandan ciertos sectores empresarios y que forma parte del núcleo duro del peronismo opositor.
La percepción en el Ejecutivo es que el marco normativo actual —especialmente la ley de contrato de trabajo— representa un lastre para la inserción de capitales y la modernización del régimen laboral. Este argumento encuentra eco entre inversores y sectores del empresariado que pugnan por mayor flexibilidad, y es precisamente ese respaldo el que Milei buscará potenciar en las urnas. “El mundo nos mira como lugar para invertir”, aseguran desde el corazón del Gobierno, en lo que parece una narrativa de seducción para capitales y advertencia para el sindicalismo.
En su estrategia discursiva, el oficialismo también asocia el paro a episodios recientes como la última movilización masiva, donde se registraron incidentes entre manifestantes y las fuerzas de seguridad. Se sugiere, soterradamente, que la CGT busca evitar ser absorbida por sectores más belicosos o desbordes de la base militante. Esta lectura funcional le permite al Ejecutivo correrse del centro del conflicto e instalar la idea de que la dirigencia gremial está siendo arrastrada por lógicas que no puede controlar.
En el plano económico, el mensaje también intenta instalar optimismo: crecimiento del salario real, baja de pobreza y un repunte de la actividad. Un relato que busca ganar consenso frente al relato opositor que describe un país en contracción social. Bajo esta lógica, el Gobierno se muestra como garante del orden macroeconómico, mientras del otro lado se ubicarían quienes “quieren volver al pasado”. Es un frame que fortalece a Milei frente a su núcleo duro y al electorado de centro que premia el orden y las reformas.
Sin embargo, dentro del propio oficialismo existen matices. Algunos funcionarios entienden que la confrontación con los gremios es un juego riesgoso y que, sin una reforma ganada tras consenso, la judicialización puede trabar más de lo que soluciona. Otros están decididos a convertir la protesta en una oportunidad para polarizar, apelar a la grieta y consolidar al libertario como único transformador del sistema. La estrategia final aún se está escribiendo, pero el conflicto ya está instalado, y no parece que vaya a disolverse con el correr de las horas.
Lo cierto es que el paro se inscribe en una batalla mayor, donde se mezclan la puja por el modelo sindical, la disputa legislativa y el proyecto de país del oficialismo. El Gobierno cree que la historia está de su lado y que su “reforma laboral por etapas” terminará por imponerse. La CGT, en cambio, apuesta a resistir desde la calle, armada de músculo histórico y respaldo de base. A meses de un turno electoral clave, nadie quiere aparecer retrocediendo. En esa tensión, se juega mucho más que una reforma: se redefine el equilibrio de poder entre el Estado, el capital y los trabajadores en la Argentina del siglo XXI.