El crimen de Chiara Páez, una adolescente embarazada asesinada, fue el catalizador del movimiento “Ni Una Menos” en Argentina. A diez años de su muerte, su caso simboliza la lucha contra la violencia de género y expone una estructura judicial insuficiente, donde las promesas de justicia siguen enfrentando obstáculos.
Chiara Páez: el crimen que rompió el silencio y encendió un movimiento imparable
El asesinato de Chiara Páez no solo conmocionó por su brutalidad, sino que fue el chispazo que encendió una rebelión social: el nacimiento de “Ni Una Menos”. A una década de aquel 10 de mayo, cuando Rufino fue epicentro de una de las tragedias más oscuras del país, la historia de esta adolescente de catorce años embarazada, violentada y enterrada en el fondo de una casa, sigue siendo un símbolo indeleble del hartazgo colectivo frente a la violencia de género. El crimen no solo desnudó una tragedia individual, sino también una estructura de impunidad, silencios y tolerancia institucional hacia el machismo asesino.
El componente detonante fue la reacción social que provocó. Apenas veinticuatro días después de que hallaran el cuerpo de Chiara, miles de personas coparon las calles. Esa ira que venía cocinándose desde hacía mucho tiempo finalmente se articuló, encontró nombre y se transformó en un movimiento federal. El 3 de junio de 2015, la consigna “Ni Una Menos” rompió el cerco cultural del miedo, y desde entonces, cada aniversario es una renovación del reclamo de justicia. Chiara Páez se convirtió en la cara visible de una lucha que excede las estadísticas.
La historia detrás del crimen no tiene matices: esa madrugada del 9 de mayo, Chiara le dijo a sus amigas que iba a ver a su novio, Manuel Mansilla. Jamás regresó. Un domingo cargado de declaraciones contradictorias, de movilización barrial y de búsquedas angustiosas terminó con el hallazgo de su cuerpo en el patio de la casa de los abuelos del asesino. Una autopsia implacable reveló los detalles: golpiza, ocho semanas de embarazo y entierro clandestino. La secuencia fue tan cruel como reveladora: no fue solo un asesinato, fue la visualización de un patrón social que se repetía de manera silente.
A partir de ese punto de inflexión, todo cambió. Escritoras, periodistas, activistas, figuras públicas y organizaciones civiles convergieron en un solo grito: basta. Las redes sociales, por entonces ya instaladas como canal de organización, se transformaron en catalizadores de una protesta masiva pocas veces vista. El movimiento cobró cuerpo real el 3 de junio cuando miles se concentraron ante el Congreso Nacional y replicaron la misiva en todo el país. Lo que comenzó como reacción espontánea se consolidó como un espacio político y social transversal. Desde aquel año, “Ni Una Menos” no dejó de interpelar a gobiernos, instituciones y a la justicia.
Pero en Argentina la justicia es muchas veces una segunda batalla dentro de la misma guerra. Si bien en 2017 un fallo condenó a Mansilla a 21 años de prisión, esa sentencia no duró. En 2022, la Corte Suprema provincial la anuló argumentando que el asesino tenía 16 años al momento del crimen y debía ser juzgado bajo el régimen penal juvenil. Una jugada jurídicamente discutible, que abrió la puerta a una reducción significativa de pena. La reacción fue inmediata: la familia denunció una nueva revictimización y el movimiento redobló la denuncia por complicidad estructural. La necesidad de justicia parecía chocarse una y otra vez con formalismos que para muchos oscurecen más que aclaran.
El enojo no es azaroso. Desde múltiples sectores se denunció que el fallo priorizaba tecnicismos por sobre los derechos de la víctima y el impacto social. Y es que detrás de la figura legal del menor inimputable se esconde una discusión más amplia: ¿puede el sistema desarmar patrones de violencia si se protege a los victimarios adolescentes sin una mirada integral sobre los contextos en que crecen, se educan o se justifican estas conductas?
A diez años del crimen de Chiara, los femicidios no han menguado. Las estadísticas continúan siendo alarmantes, y los focos de poder, tanto políticos como judiciales, siguen siendo tibios a la hora de aplicar verdaderas transformaciones. Las cifras reflejan que las marchas tuvieron impacto discursivo y simbólico, pero el cambio estructural queda atrapado en los diagnósticos repetidos año tras año. Chiara Páez no fue la primera y lamentablemente no fue la última. Pero su caso condensó todo: una historia de amor tóxico, silencios cómplices, reacción social y fisuras judiciales.
En la Argentina post-Ni Una Menos, el relato público sobre la violencia de género cambió. Ya no se habla de “crímenes pasionales” ni se oculta la responsabilidad institucional. La sociedad está más alerta, la visibilidad creció y las víctimas tienen más herramientas de denuncia. Pero esas victorias no salvan vidas si el engranaje institucional sigue oxidado. Chiara es ese recordatorio doloroso de que, con todas las consignas y pancartas en alza, todavía el Estado llega tarde. Y cuando llega tarde, lo hace recompensando al victimario.