El 27 de junio, Día del Empleado Público en Argentina, deja de ser asueto nacional y se convierte en un día laborable. Este cambio refleja un ajuste gubernamental que reconfigura la relación entre el Estado y sus trabajadores, priorizando la eficiencia y la austeridad, y restando valor al reconocimiento laboral.
Día del Empleado Público: de conquista histórica a blanco de ajustes
El 27 de junio ya no será considerado asueto nacional para los empleados públicos en Argentina. Lo que durante más de una década fue una jornada de reconocimiento a los trabajadores estatales, pasó a ser, bajo decreto del Ejecutivo, un día laborable más. Más allá del recorte simbólico, lo que se pone en juego es mucho más que una jornada no laborable: se trata del valor que un gobierno otorga —o le quita— a la estructura que sostiene el funcionamiento del Estado.
La decisión fue comunicada por el vocero presidencial con un lenguaje que intenta dejar atrás cualquier romanticismo gremial o histórico. La eliminación del asueto obedece, según el argumentario oficial, a la necesidad de transmitir una “cultura del trabajo”. Un guiño discursivo hacia los sectores que ven en la planta estatal una fuente de privilegios y de gasto improductivo. Detrás del gesto, sin embargo, se asoma una idea más profunda: recodificar la relación entre Estado y trabajadores públicos en términos cargados de eficiencia, disciplina y austeridad, en línea con la narrativa liberal imperante.
La historia del Día del Empleado Público no surge de un favor político, sino de una larga y áspera disputa sindical que se remonta a 1978, cuando la Organización Internacional del Trabajo adoptó el Convenio N.º 151. Fue entonces cuando se reconoció de manera formal el derecho de los trabajadores públicos a negociar colectivamente sus condiciones laborales. Tres décadas antes, el Convenio N.º 98 había dejado al personal estatal fuera de esa prerrogativa, marcando una clara distancia entre el mundo privado y el público en materia de derechos sindicales. La aprobación del nuevo marco legal fue, en muchos sentidos, una reparación largamente esperada por el movimiento gremial internacional.
En Argentina, el 27 de junio cobró estatus legal en 2013, tras la sanción de la Ley 26.876. No fue una iniciativa aislada: reflejaba el clima político de la época, en el que el Estado no sólo era un agente regulador, sino también un empleador modelo. A través de una ley impulsada por sectores ligados a la izquierda sindical y al progresismo institucional, la fecha se consolidó como símbolo de reconocimiento y valorización estatal. Los autores de esa norma veían en el empleado público la pieza clave de un Estado fuerte, garante de derechos e impulsor de políticas públicas inclusivas.
La marcha atrás del actual gobierno con esta jornada se encuadra dentro de una serie de decisiones que buscan reconfigurar los vínculos con el sector público. No es un hecho aislado. Forma parte de una estrategia más amplia orientada a reducir presencia estatal en nombre de la eficiencia, el equilibrio fiscal y la modernización. Sin embargo, detrás de esas consignas se aloja una crítica visceral a la burocracia como clase, muchas veces pintada por los sectores más radicalizados del oficialismo como parásitos del sistema.
La eliminación del asueto no es sólo eso: es un mensaje político. Va dirigido tanto a adentro como a afuera del aparato estatal. A los gremios, para desactivarlos o, al menos, desmotivarlos. A la sociedad, para consolidar una imagen de gobierno firme que no titubea en avanzar sobre lo que considera exceso. Y a los organismos internacionales, como demostración de voluntad reformista, incluso en terrenos históricamente sensibles.
Entre los gremios estatales, la reacción no se hizo esperar. Desde la Asociación Trabajadores del Estado (ATE) hasta la Confederación Latinoamericana y del Caribe de Trabajadores Estatales (CLATE), la decisión fue interpretada como un “acto de desprecio” hacia derechos adquiridos. Denunciaron el carácter unidireccional del decreto y remarcaron que este tipo de decisiones vulnera el espíritu del Convenio 151, cuya ratificación implica obligaciones internacionales. Pero en el clima político actual, los reclamos gremiales ya no tienen el mismo peso. Son, en muchos casos, percibidos como ruidos molestos del pasado.
En un país con más de 3 millones de trabajadores ligados al Estado entre nación, provincias y municipios, el gesto no es menor. No tanto por su impacto concreto —que existe, pero no es determinante— como por el tipo de relación laboral que se prefigura para el futuro. Sin derecho a la desconexión, sin reconocimiento simbólico y con salarios erosionados por la inflación, la figura del empleado público se ve cada vez más desplazada del centro político hacia la periferia del sistema laboral.
La conmemoración del Día del Empleado Público no era una concesión inocua. Era una forma de legitimar una narrativa estatal determinada, en la que el trabajo público no era sólo un sostén administrativo, sino un acto político en sí mismo. El decreto que lo suprime es, por extensión, una definición de época: el Estado ya no honra a sus trabajadores, los administra.