El Gobierno de Javier Milei ratificó su veto total a leyes aprobadas por el Senado, priorizando el superávit fiscal y evitando alteraciones en el equilibrio presupuestario. La administración advierte que rechazará cualquier iniciativa que represente un desafío a su estrategia económica, mientras mantiene tensiones con el Congreso y sus legisladores.
El Gobierno ratifica su estrategia de veto total y cierra filas en torno al superávit fiscal
La administración de Javier Milei confirmó que vetará en bloque todas las leyes que el Senado aprobó la semana pasada, incluso aquellas que aún no fueron convertidas definitivamente en norma. En un giro contundente que reitera su línea dura en materia fiscal, el jefe de Gabinete anunció que la orden es vetar cualquier iniciativa que altere el equilibrio presupuestario establecido como pilar del modelo económico libertario.
La decisión llega apenas días después de que la Cámara Alta otorgara media sanción a una serie de proyectos que buscan redistribuir automáticamente los Aportes del Tesoro Nacional (ATN) a las provincias y modificar la utilización de los ingresos del impuesto a los combustibles. Estos movimientos legislativos fueron interpretados por el oficialismo como una amenaza directa al pacto fiscal con el FMI, cuya obsesión es clara: no tocar un centavo del superávit conseguido a fuerza de ajuste brutal.
Guillermo Francos, el operador político de mayor rango dentro del Gabinete, salió a marcar la línea en declaraciones radiales. Aseguró que todos los proyectos aprobados —incluyendo la suba de jubilaciones, la prórroga de la moratoria previsional y la emergencia en discapacidad— serán vetados apenas se cristalicen en el Boletín Oficial. El mensaje fue directo y sin matices: “Todo lo que afecte el equilibrio fiscal va a ser vetado”. La frase puede no sorprender, pero sí incomoda, incluso dentro del elenco gubernamental.
La principal diferencia la marcó Federico Sturzenegger, ministro de Desregulación y alma técnica detrás del decálogo mileísta. En entrevistas recientes dejó entrever que no hubiera vetado el proyecto de distribución automática de los ATN, argumentando que podría “cambiarlo todo” porque introduce una nueva interpretación sobre la modificación de la Ley de Coparticipación. Una declaración que no cayó bien en la arquitectura de poder de la Rosada, donde las políticas fiscales están atadas con alambre —pero un alambre ideológico indestructible— a la bandera del ajuste como epopeya moral.
La confrontación con el Congreso sigue escalando. En medio de un aluvión legislativo que incomoda al Ejecutivo, la estrategia presidencial quedó clara: vetar, y si se intenta desarmar el veto, judicializar. La advertencia no es nueva, pero adquiere un tono más virulento en un escenario donde incluso parte del radicalismo coquetea con objetivos que desestabilizan el relato fiscalista. En paralelo, Milei continúa con sus ataques personales e institucionales al Parlamento, a quien definió como “nido de ratas” y “madriguera inmunda”, dejando pocas dudas sobre su voluntad de mantener tensiones altas como combustible para su narrativa anticasta.
Mientras las provincias celebraban el avance de una iniciativa que prometía alivio financiero, Milei endureció su discurso y convirtió la batalla en terreno ideológico. La redistribución automática de fondos fue vista como una amenaza directa a su autoridad, pero también como un símbolo de una política tradicional que el actual gobierno busca erradicar por completo. El contexto lo habilita: con un Congreso fragmentado que le cuesta unificar rechazo al ajuste, y una ciudadanía todavía dividida entre el rechazo a la política tradicional y la preocupación por la inflación persistente, el Presidente apuesta al desgaste del sistema y a la consolidación de su núcleo duro.
El telón de fondo es el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Cualquier desvío del superávit, incluso en nombre de la sensibilidad social o la equidad federal, corre el riesgo de ser interpretado como debilidad. Francos lo dejó claro cuando explicó la lógica detrás del rechazo: ratificar el rumbo económico y dar señales a los acreedores internacionales. El ajuste no solamente es convicción ideológica, es contrato externo.
El mensaje es doble: a los legisladores, límites claros; a las provincias, aviso de que ningún intento por recuperar recursos será tolerado si interfiere con la línea fiscal de hierro. La disputa no es sólo económica, sino política: cuál es el margen que tiene el Congreso para condicionar a un Ejecutivo que gobierna con minoría, pero con una narrativa dominante.
Por ahora, la Casa Rosada juega a fondo. El veto no es solo un instrumento constitucional, es una declaración de guerra contra todo intento de regulación que huela a intervención. Con la mira puesta en las elecciones legislativas de 2025, el oficialismo espera transformar cada choque institucional en un episodio de su campaña permanente. Y si el Congreso insiste, el plan es simple: veto, demanda, discurso. La ingeniería libertaria vive del conflicto.
