El arzobispo Jorge García Cuerva destacó la “deuda social y moral” hacia los jubilados, advirtiendo sobre el deterioro del contrato social argentino. En su mensaje, abogó por el reconocimiento y dignidad de los adultos mayores, enfatizando que su situación no solo es económica, sino ética, y llamó a reconstruir la convivencia social.
El arzobispo García Cuerva pone en el centro de la agenda la deuda moral con los jubilados
Con el foco puesto en el deterioro creciente del contrato social argentino, el arzobispo de Buenos Aires, Jorge García Cuerva, lanzó un mensaje que incomoda a la clase política, pero que interpela también a la sociedad. En una entrevista radial teñida de crítica moral y pastoral, el prelado advirtió que la situación de los jubilados se ha vuelto insostenible y la describió sin eufemismos como una “deuda social y moral” que arrastra el país desde hace décadas. Apuntó también contra el clima de agresión verbal del debate público, al que vinculó directamente con la violencia y la fragmentación social.
El eje de su reclamo tuvo una puesta simbólica potente: el tradicional lavado de pies del Jueves Santo fue dedicado a los jubilados, gesto que configuró un fuerte llamado de atención. La imagen clara de los abuelos como parte del eslabón más castigado del entramado social estuvo acompañada por un diagnóstico crudo: “Una jubilación digna es parte de no hacerlos descartables”, remarcó García Cuerva. Lejos de refugiarse en el lenguaje diplomático eclesial, el arzobispo fue directo y denunció que el drama previsional argentino no es meramente económico, sino esencialmente ético.
Su intervención tiene implicancias más profundas que una declaración de ocasión. Quien habla no es solo el titular del arzobispado más relevante del país, sino una figura de creciente proyección en la Iglesia argentina. Su tono enérgico y su vocación de confrontar las injusticias sociales lo acercan al espíritu del papa Francisco, con quien mantiene una sintonía ideológica. El mensaje parece haber sido cuidadosamente diseñado para alinearse con la idea de una “Iglesia en salida”, dispuesta a incomodar al poder y a abrazar a los descartados del sistema.
En esta línea, García Cuerva traza una genealogía del abandono: mencionó la lucha de Norma Plá en los noventa —ícono del reclamo jubilado en tiempos del ajuste menemista— y describió cómo el desamparo de los adultos mayores ha sido una constante más allá del color político de los gobernantes de turno. El reclamo adquiere espesor político en un momento en que el sistema previsional vuelve a ser blanco de políticas de austeridad. Aunque no brindó medidas concretas, su intervención apunta a mostrar que la “cuestión jubilatoria” es una falla estructural que atraviesa gobiernos, reformas y discursos.
El mensaje tampoco se limitó al plano de las urgencias materiales. En medio de una sociedad polarizada, el arzobispo puso sobre la mesa la necesidad de reconstruir la convivencia, advirtiendo sobre el deterioro del debate público y la violencia latente en la descalificación cotidiana. “La agresión verbal nos lleva a la violencia”, afirmó, y retomó conceptos del papa Francisco, como la “cultura del encuentro” y el “tender puentes”, resaltando que el país está atravesado por heridas que todavía no cicatrizan, pero que pueden ser sanadas si se apuesta al diálogo.
En una sociedad hipervulnerada, el arzobispo apeló a un giro desde lo colectivo hacia lo ético. El gesto simbólico del viacrucis porteño no fue una puesta solemne sin consecuencias. Allí propuso cuatro acciones que conforman, según su visión, un itinerario hacia una reconciliación nacional: contemplar la realidad del otro, abrazar al semejante sin juicio, vaciar las penas acumuladas y esperar con esperanza activa. En tiempos de diagnósticos cínicos o puramente técnicos, García Cuerva optó por hablar de valores, derechos y responsabilidades colectivas.
Más allá de lo pastoral, el discurso tiene un subtexto político difícil de ignorar. Mientras el gobierno nacional avanza en recortes, prioriza metas fiscales y negocia con organismos internacionales en base a promesas de ajuste estructural, la Iglesia irrumpe con una visión alternativa del bienestar. No desestima las dificultades económicas, pero exige que el Estado no abandone a los sectores más frágiles, entre ellos los jubilados que —como remarcó el arzobispo— “no llegan a comprar sus remedios”.
En definitiva, la denuncia de García Cuerva se inscribe dentro de un marco más amplio: es una crítica moral a la indiferencia social y política frente a quienes lo han dado todo y reciben a cambio pensiones insuficientes. Su llamado no implica una intervención partidaria, pero sí aspira a una disputa en el terreno de los principios y nos recuerda que, incluso en un país acostumbrado a mirar solo hacia adelante, reconocer a los abuelos es un acto esencial de justicia histórica. En una Argentina que acumula cicatrices y ajustes, la voz del arzobispo se alza como recordatorio incómodo: no hay proyecto de país viable sin dignidad para quienes lo construyeron desde sus cimientos.