El reciente anuncio del Gobierno sobre la reforma de la Policía Federal revela un cambio superficial que preserva estructuras de poder, sin lograr eficiencia ni transparencia. Las nuevas regulaciones, lejos de ser innovadoras, refuerzan una burocracia obsoleta, mientras el presupuesto destinado al combate del crimen organizado es mínimo, evidenciando prioridades claramente desdibujadas.
La Policía Federal y la reforma que no fue: recauchutada normativa y poder garantizado
En medio de un anuncio que prometía refundar la institución más emblemática de las fuerzas federales, el Gobierno presentó una nueva reglamentación para la Policía Federal, que lejos de un rediseño profundo parece apostar a preservar estructuras de privilegio. El exministro de Seguridad santafesino, un habitué de los debates sobre criminalidad y fuerzas de seguridad, puso en palabras lo que muchos sospechaban: lo anunciado ya existe, lo que cambia son las oficinas ocupadas y los nombres impresos en las tarjetas de presentación.
Bajo un barniz de modernización se esconde una maniobra clara: garantizar espacios de poder a comisarios generales y mayores. Lejos de un avance en transparencia o capacidad operativa, las nuevas disposiciones refuerzan una estructura sobrecargada y plagada de cargos superpuestos. La creación de nueve superintendencias, siete direcciones generales y dos macrodepartamentos sugiere una lógica más cercana a la supervivencia burocrática que a la eficiencia institucional.
Las reformas anunciadas como innovadoras —como la habilitación para requisar personas sin orden judicial o las potestades de investigación sin intervención judicial— no son tales. Están en la legislación desde hace décadas: la Ley Orgánica de la Policía Federal y el Código Procesal Penal ya contemplaban estas facultades desde mediados del siglo XX. Incluso se recuerda que en 1991 se redujo de 24 a 10 horas la detención sin orden judicial, en una reforma que aún pesa sobre los estándares constitucionales de libertad individual.
Desde el lado técnico, la medida fue criticada por su redacción deficiente y una estructuración normativa improvisada. Las internas policiales y su histórica capacidad de desestabilización aparecen como el verdadero telón de fondo: en lugar de consolidar una política institucional sustentada, el Ejecutivo opta por ordenar el juego interno de la fuerza mediante la repartija de rangos. Un blindaje de poder para evitar conflictos internos que, como se sabe, no se resuelven en pasillos: se proyectan en las calles, a veces con sangre.
Más allá del ruido político, lo cierto es que la Policía Federal arrastra una crisis estructural desde hace décadas. Mauricio Macri, en 2016, le arrancó el núcleo preventivo e investigativo al transferir esas funciones a la Ciudad de Buenos Aires. Desde entonces, la institución quedó flotando, sin un norte claro, inflada en cantidad —alrededor de 32 mil efectivos— pero sin una función estratégica precisa. Hoy se enfrenta a un presente de ambigüedad funcional reforzado por un decreto que no responde a una lógica de reforma sino a una de contención interna.
Una de las áreas más sensibles y peligrosas es la Dirección de Inteligencia Criminal, un resabio de la vieja Coordinación Federal, que funciona con total autonomía. Esta estructura, señalan especialistas, opera con prácticas al límite —o fuera— de la legalidad, con 1200 efectivos especializados en tareas de espionaje político y sin control. Ningún gobierno, ni siquiera en los años de mayor progresismo institucional, se animó a desmontarla.
En cuanto al ciberpatrullaje, se lo presenta como un mero patrullaje digital, donde la policía sería como una patrulla más que circula, pero esta vez por redes sociales. Aunque la medida no contempla facultades de intervención directa, las alarmas se encienden en un país donde los límites entre tareas de prevención y espionaje político han sido históricamente difusos. Por ahora no es ilegal, pero tampoco hay garantías sólidas de que no se cruce la línea.
Y en este escenario, una variable crítica asoma sin claridad: el presupuesto. Aunque el gobierno proclama a la Policía Federal como herramienta clave para el combate contra el crimen organizado, solo ha destinado el 9% de su presupuesto operativo a esa tarea. Una cifra que desmiente los discursos grandilocuentes y revela la verdadera prioridad: mantener la maquinaria de poder sin alterar demasiado la estructura, y sin necesariamente mejorar la seguridad ciudadana.
El aparato simbólico de una reforma encubre, en esencia, una legitimación del statu quo. La motosierra que flamea contra empleados públicos y planes sociales no llegó a las filas de la Policía Federal. Allí, la hiperinflación de cargos y el ritual de los “séquitos” continúa intacto: custodios, choferes, asistentes, escalafones redundantes. Es, quizás, la única burocracia protegida por todos los colores políticos. En las reformas anunciadas por Milei no hay motosierra: hay bisturí diplomático para no pisar los juanetes de un poder que, aunque invisible a veces, sabe hacer ruido cuando se lo incomoda.