El Gobierno de Argentina implementa el Decreto 366/2025, endureciendo el acceso a la residencia para extranjeros. Se evalúan rigurosamente los antecedentes de solicitantes y se reconfiguran los derechos a servicios públicos. La nueva política busca un control más selectivo sobre quién puede residir y acceder a recursos en el país.
Endurecimiento migratorio: el Gobierno redefine el acceso a la residencia para extranjeros
Con la publicación del Decreto 366/2025, el Gobierno consolidó un giro estructural en sus políticas migratorias, endureciendo las condiciones para el ingreso y permanencia de extranjeros en Argentina. Las tres categorías tradicionales de residencia (transitoria, temporaria y permanente) siguen vigentes, pero cambian los requisitos. El nuevo esquema apunta a un control más estricto del perfil de quienes aspiran a residir en el país. La medida forma parte de una estrategia más amplia de control fronterizo y restricción del acceso a servicios públicos para inmigrantes sin residencia formal.
Ahora será clave la evaluación rigurosa del candidato a la residencia permanente. El objetivo declarado es impedir que personas con antecedentes delictivos o con potencial riesgo para la seguridad nacional accedan a este derecho. Se establece también la expulsión inmediata de inmigrantes ilegales o condenados por delitos superiores a los tres años. En palabras del texto legal, se busca evitar que “la residencia sea concedida por defecto” y que la permanencia de extranjeros responda a criterios objetivos, evaluados en cada caso por las autoridades migratorias.
Pero la iniciativa no se detiene allí. El decreto redefine el acceso a derechos como salud y educación. Aunque el Estado se compromete a garantizar la atención médica, los hospitales públicos podrán determinar si cobran o no por sus servicios a ciudadanos extranjeros. Esta política —inédita en años recientes— introduce un criterio de reciprocidad implícita: los recursos del sistema público argentino estarán disponibles, pero no sin evaluación de costos. Las universidades públicas tendrán la misma facultad, en lo que parece un mensaje directo a ciudadanos de países limítrofes que cruzan la frontera para estudiar o atenderse sin radicarse legalmente.
El tono elegido por el Gobierno no es casual. La narrativa oficial acompaña un discurso más severo que ya venía delineándose desde que se dio a conocer el rol activo de fuerzas de seguridad en frontera y en el control de documentación. Se trata de una política diseñada a tono con sectores del electorado que reclaman mayor control migratorio y perciben una competencia desigual entre nacionales y extranjeros en el acceso a servicios públicos escasos.
El endurecimiento incluye una cláusula que podría tener un impacto considerable sobre miles de personas que actualmente cumplen funciones laborales sin regularizar su estatus migratorio: solo podrán aspirar a la ciudadanía argentina aquellos que acrediten dos años de residencia continua, sin ausencias prolongadas del territorio nacional. La exigencia no solo compromete la estabilidad personal de los migrantes, sino que también pone en foco a un sistema administrativo que tradicionalmente ha funcionado con demoras crónicas en la tramitación de residencias.
Según fuentes cercanas al Ejecutivo, esta reforma respondió a estudios internos que revelaron uso intensivo de prestaciones públicas por parte de ciudadanos sin residencia estable. Sin embargo, desde organismos de derechos humanos y colectivos migrantes se advirtió que el criterio de “utilización de servicios” como condicionante para la permanencia podría derivar en una barrera oculta para el acceso a la salud y la educación, tensionando principios constitucionales y tratados internacionales vigentes en Argentina. A nivel interno, no faltan voces dentro del oficialismo que ven la reforma como una forma de “ordenar el sistema”, mientras que sectores de la oposición la califican como una medida “restrictiva y xenófoba” que pone a la Argentina en línea con agendas conservadoras de otras latitudes.
Más allá de las repercusiones políticas, lo cierto es que la reglamentación redefine el mapa de gobernabilidad migratoria en Argentina. Se establece una frontera mucho más clara entre quién puede permanecer y acceder a derechos y quién no, con un sesgo notoriamente selectivo. El debate que se avecina no solo será jurídico, sino ético y económico: ¿puede un país limitar el acceso a bienes públicos fundamentales en función del estatus migratorio?
En la práctica, la implementación requerirá una maquinaria administrativa ágil y bien aceitada, que pueda acreditar de modo inequívoco los requisitos de residencia, antecedentes penales, seguros médicos y vínculos formales con el país. Sin ese andamiaje, la política corre el riesgo de convertirse en una herramienta de exclusión sin resultados concretos.
La Argentina, históricamente reconocida por su apertura migratoria, cambia de rumbo de manera decidida. De ahora en adelante, la lógica será selectiva: menos acceso por defecto, más mérito comprobable. Y en esa ecuación, el Estado se reserva la potestad de redefinir no solo quién puede entrar, sino quién tiene derecho a compartir recursos con los ciudadanos que sostienen el sistema.