La pobreza en Argentina ha disminuido al 38,1%, pero la precariedad persiste. A pesar de la baja significativa, con 11,3 millones de pobres, los problemas estructurales permanecen. La demanda de asistencia social crece, revelando que la caída estadística no implica mejoras reales en calidad de vida, salud y empleo.
La pobreza bajó, pero la precariedad no se fue a ningún lado
La última medición del Indec sobre la pobreza y la indigencia dejó una cifra inédita en los últimos años: el 38,1% de la población urbana argentina está por debajo de la línea de pobreza, mientras que el 8,1% ni siquiera alcanza a cubrir una dieta básica. En términos absolutos, hablamos de 11,3 millones de pobres, de los cuales 2,4 millones son indigentes. Si se proyecta a todo el país, son 18,1 millones de argentinos en situación de pobreza. La baja es significativa: siete millones menos respecto al primer semestre del año pasado. El dato se convirtió en un motivo de festejo para el Gobierno nacional.
La explicación oficial es simple: la desaceleración de la inflación provocó un alivio en las estadísticas. Tan marcado como la suba de precios que elevó la pobreza al 52,9% en el primer semestre de 2024, así de pronunciado fue el retroceso cuando el índice de inflación terminó bajando del 200% anual a menos del 100% interanual a fines del mismo año. Milei no dudó en capitalizarlo en redes sociales, con su habitual tono provocador. “Tomen nota, mandriles”, escribió, subrayando con júbilo el derrumbe de la pobreza medida por ingresos.
Pero los números, como siempre, cuentan una parte de la historia. Y es aquí donde comienza la tensión entre el relato fiscalista-libertario y la persistente precarización del tejido social argentino. En el Gran Córdoba, por ejemplo, casi 570 mil personas son pobres. De ellas, más de 138 mil son indigentes. Y aunque el 35,5% de la población cordobesa en la pobreza refleja una baja interanual notable (14 puntos menos respecto al primer semestre), la presión sobre servicios de asistencia del Estado no cede. Crecieron la demanda en hospitales públicos, el Boleto Educativo Gratuito y el programa alimentario Paicor. Cae la pobreza, pero crecen los indicadores que muestran carencias profundas.
El trasfondo es la debilidad estructural. Argentina no salió de la crisis, solo está con otro termómetro. La pobreza bajó porque el índice de precios al consumidor se empezó a controlar, no porque haya habido una mejora cualitativa del trabajo, los ingresos reales o el consumo sostenible. El empleo informal, en el que se mueven millones, sufrió primero y ahora rebota. Pero el rebote no implica estabilidad. Tampoco garantiza que estos números se sostengan si las variables cambian en los próximos meses. Aceleraciones en tarifas, combustibles o alimentos pueden revertir rápidamente esta foto positiva.
Los actores involucrados tienen objetivos bien diferenciados. El Gobierno festeja porque este resultado sirve para apuntalar su narrativa de ajuste exitoso. Desde el Ministerio de Economía, se habló incluso de una “corrección de los desequilibrios fiscales y macroeconómicos”. La consultora Moody’s, en paralelo, destacó el “impulso positivo” del presente, pese a advertir “importantes riesgos de incumplimiento”. En otras palabras: hay señales de estabilización, pero los problemas estructurales siguen intactos.
En Córdoba, la lectura es multicausal. Voces del Gobierno provincial reconocen que existe una demanda extraordinaria sobre políticas sociales. El propio ministro de Salud admitió un incremento del 35% en consultas hospitalarias públicas. Este punto, lejos de enlazarse con la caída de la pobreza estadística, la relativiza. Con más de medio millón de cordobeses en situación de vulnerabilidad —y más de 130 mil sin alcanzar siquiera la línea de indigencia—, los indicadores sociales siguen al rojo vivo. Si el Gobierno nacional celebra, en las provincias gobiernan con candela.
Además, las mediciones por ingresos tienen un límite. Especialistas como Martín Maldonado, investigador del Conicet, insisten desde hace años en la necesidad de medir la pobreza con criterios multidimensionales: calidad de vida, vivienda, empleo, salud, educación. Las actuales metodologías —basadas en una encuesta de 1985 para determinar el valor de la canasta— quedan desactualizadas cuando el contexto inflacionario distorsiona todos los precios relativos en pocos meses. Hoy dejar de ser pobre puede depender más de una variable estadística que de una verdadera mejora en las condiciones de vida.
El timing político también es parte del juego. Mostrar una baja de la pobreza justo cuando el Gobierno reclama mayor flexibilidad del Congreso para avanzar con reformas estructurales le da aire a la narrativa oficialista. Milei necesita señalar que la fórmula funciona, que el “modelo de motosierra” tiene impacto más allá de los números fiscales. Pero los datos están haciendo equilibrio sobre un hilo delgado. ¿Qué pasará si la inflación se estanca o vuelve a escalar? ¿Con qué velocidad reaparecería la pobreza?
Del lado opositor, pocas voces quieren disputar esta narrativa con los dientes apretados. Los datos son difíciles de rebatir. Pero los efectos sociales, mucho más complejos, están a la vista. Hospitales saturados, programas alimentarios colapsados y una base social que sigue exigiendo asistencia estructural. El Gobierno aprovecha el escenario, pero sabe que no hay margen para relajarse. La dinámica entre los indicadores y la vida cotidiana de los argentinos sigue marcada por la fragilidad.