Leandro Santoro fracasó en su intento de reinventar el progresismo porteño, alejándose del kirchnerismo y el peronismo. Su estrategia, sin figuras relevantes y con un mensaje ambiguo, no logró captar el voto moderado. La campaña despolitizada terminó en una derrota con menos del 30% de los votos frente a Manuel Adorni.
El revés electoral de Leandro Santoro y el naufragio de una estrategia sin ancla peronista
Leandro Santoro apostó fuerte a una reinvención del espacio progresista porteño, encapsulado en la idea de construir un “porteñismo” que sedujera al votante urbano sin referencias explícitas al kirchnerismo y, sobre todo, sin la mochila del peronismo tradicional. El resultado fue una derrota que lo dejó por debajo del 30% de los votos, frente a un Manuel Adorni fortalecido, y evidencia los límites de las campañas diseñadas desde la negación antes que desde la afirmación política.
Pocas horas después del cierre de los comicios, con un 90% de las mesas escrutadas, Santoro apareció brevemente en el búnker de Ferro. La escena fue fría. No hubo celebración, ni arengas ni épica. Ningún orador más allá de él. Ni siquiera hubo escenario: los militantes y dirigentes se enteraron del resultado sin ceremonia de clausura. “Las urnas hablaron, su decisión es inapelable”, dijo con resignación. Pero el trasfondo del tropiezo político va mucho más allá del conteo.
Santoro abandonó cualquier símbolo peronista. Cambió el color celeste por el verde, optó por un sello electoral genérico –“Es Ahora Buenos Aires”– y no incluyó en su campaña a dirigentes nacionales. Cristina Kirchner fue evitada con esmero. Incluso en la presentación de su libro, subió al escenario en soledad. En el cierre de campaña, lo acompañó una médica con pasado en el espacio de Lousteau. El mensaje era claro: sin kirchnerismo, sin peronismo, sin referencias que puedan incomodar al electorado medio.
La apuesta, sin embargo, no logró captar ese supuesto voto moderado. Adorni, respaldado por un oficialismo nacional consolidado y por el macrismo residual en CABA, logró perforar la línea de los 30 puntos con una campaña más frontal. Lo que Santoro intentó contener a través de silencio simbólico fue convertido por sus rivales en narrativa directa. Las listas de Unión por la Patria, en general, rozaron apenas el 27%, mientras que en la elección de jefe de Gobierno anterior él mismo había alcanzado cinco puntos más.
Los estrategas de campaña, con Juan Manuel Olmos a la cabeza, creyeron que la guerra entre libertarios y macristas generaría un vacío político que podían ocupar desde el centro. Pero esa polarización terminó fagocitando la atención política, desplazando a Santoro a un márgen donde ni el electorado progresista ni el tradicional peronismo se sintieron representados. El “doble voto útil” –un recurso de último momento para captar votos de indecisos tanto antikirchneristas como anti libertarios– jamás cuajó.
La ausencia de figuras de peso en los actos fue tan evidente como voluntaria. No solo Cristina, sino incluso dirigentes porteños o del conurbano fueron invitados a permanecer en segundo plano. En el acto de cierre, luego del discurso, algunos como Mariano Recalde o Eduardo Valdés improvisaron una Marcha Peronista, casi en tono de resistencia interna ante el vaciamiento simbólico de la campaña. Fue el único atisbo de liturgia en un proceso claramente despolitizado.
El comité de campaña creyó estar diseñando un modelo cordobesista adaptado a la Ciudad de Buenos Aires, con referencias a José de la Sota, Juan Schiaretti y la gestión de Martín Llaryora. Pero Buenos Aires no es Córdoba. Y Santoro, aunque hábil, no logró construir una figura que en verdad hablara con autonomía. Su campaña pareció más centrada en aclarar lo que no era, que en convencer sobre lo que proponía.
El contexto también jugó su papel: oficialismos nacional y porteño en disputa, una ciudadanía atrapada en la batalla entre Milei y sus antiguos aliados del PRO, y una oferta electoral panperonista que prefirió esconder sus banderas antes que defenderlas. Era demasiado pedir a una fórmula que había vaciado su propia identidad para tentar a un electorado fatigado. El resultado, inevitablemente, fue la pérdida de narrativa, de lugar en el escenario y, finalmente, de votos.
En el comando electoral, comenzaban a escucharse reproches internos. “Mientras ellos trabajaban el voto estratégico, nosotros pensábamos que era un problema ajeno. Le sacaron los puntos al PRO y a Marra, y nos dejaron sin margen”, confesaban tras bambalinas. Malena Galmarini, Sebastián Galmarini y Alexis Guerrera, figuras del massismo que habían partido hacia Ferro a celebrar, dieron media vuelta cuando supieron que el escrutinio revertía las proyecciones optimistas.
Mientras tanto, el tablero político porteño deja una enseñanza clara: ninguna ingeniería electoral basada en negar el propio origen puede resistir el peso de las urnas. Santoro no solo evitó ser identificado con el aparato peronista. Lo desactivó al punto de que, a la hora de perder, no tuvo siquiera quien entonara una consigna en su defensa. En su discurso final, intentó rescatar algo de dignidad: “No vamos a bajar nuestras banderas”. El problema: no las había levantado.