El jefe de Gabinete, Guillermo Francos, distingue entre un “atentado” contra el diputado Espert y un “accidente” que dejó al fotógrafo Grillo en coma, reflejando un doble estándar en la narrativa oficial. Este enfoque busca proteger al Gobierno y deslegitimar a la oposición, evidenciando cómo la violencia se mide según conveniencia política.
El doble estándar de Francos: entre la narrativa de atentado y el silencio incómodo
Con una claridad que rozó lo calculado, el jefe de Gabinete Guillermo Francos diferenció dos hechos recientes de violencia en el escenario político argentino: el ataque con excremento y amenazas en la casa del diputado José Luis Espert fue, según su formulación, “un atentado”; el disparo que dejó en coma al fotógrafo Pablo Grillo, apenas “un accidente”. La distinción no fue ingenua. No puede serlo cuando se trata de construir un relato oficial que protege a los propios y condena a los adversarios con diferente severidad.
Las palabras de Francos forman parte de una estrategia comunicacional más amplia del oficialismo, que intenta reforzar su autoridad sin perder respaldo en sectores que reclaman orden, pero también en aquellos que aún exigen transparencia. Durante una entrevista televisiva, Francos calificó como “inaceptable” el ataque al domicilio de Espert, y apuntó directamente a un presunto uso de un vehículo oficial para efectuar el escrache. “Eso fue un delito”, sentenció. La narrativa quedó servida: violencia, amenaza, uso de recursos públicos y un diputado nacional con ideas libertarias como víctima.
Sin embargo, en el caso del fotógrafo Pablo Grillo, quien fue impactado en la cabeza por una cápsula de gas lacrimógeno durante una protesta y permaneció semanas en coma, el mismo funcionario ensayó una explicación mucho más tibia. “Fue un accidente”, dijo, y defendió el papel del Gobierno nacional y de la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, al afirmar que se había actuado con “sumo cuidado”. No hubo repudios explícitos. No mencionó responsabilidades. La prudencia, en ese caso, no fue judicial ni política, sino táctica.
La construcción del discurso oficial queda así en evidencia: cuando la violencia apunta hacia figuras afines al oficialismo, lo que corresponde es la indignación, la denuncia judicial y la condena pública. Cuando la violencia proviene del accionar de fuerzas de seguridad bajo control del Poder Ejecutivo, la respuesta es la moderación, la relativización o directamente el silencio. La “vara” de Francos –como ya fue apodada en redes sociales y medios opositores– refleja, más que una cuestión semántica, una estrategia bien delineada: blindar a los cuadros duros del Gobierno, mientras se contiene con eufemismos cualquier embate que pueda manchar la imagen de autoridad y control frente al reclamo social.
Entre líneas, Francos también lanzó una bomba política destinada a agitar las aguas internas del campo opositor. Al referirse a la situación de Cristina Fernández de Kirchner, afirmó que “una parte importante del kirchnerismo siente angustia política porque su líder está presa”. Con esta frase, el funcionario busca reavivar las tensiones internas en el peronismo e instalar la idea de que el kirchnerismo ha perdido potencia y centralidad sin su figura más influyente en libertad. “No tenemos ni un juez de paz designado por el Gobierno nacional”, insistió, negando injerencia oficial en causas judiciales que involucran a la exvicepresidenta, mientras reforzaba la línea discursiva de victimización de la oposición y limpieza del Ejecutivo.
La diferenciación planteada por Francos no fue casual, tampoco apolítica. Apunta a disciplinar la narrativa pública y a consolidar el relato de un gobierno que, en su versión, goza de legitimidad, legalidad y prudencia. En ese marco, las violencias que no le pertenecen son atentados; las que lo interpelan, accidentes que el tiempo (y el olvido) corregirá.
La mención al vehículo oficial utilizado en el escrache a Espert refuerza precisamente el objetivo de desnudar un aparato militante con acceso a estructuras públicas, en clara alusión al peronismo bonaerense. “Que lloran por tener pocos recursos y los usan para atacar a miembros de otro partido”, deslizó Francos, apuntando a la supuesta hipocresía en el uso de fondos provinciales. El blanco, aunque no lo haya citado, fue el gobernador Axel Kicillof y su administración, a la que Milei y su equipo acusan, desde el día uno, de politizar la gestión de la escasez.
Mientras tanto, ninguna voz del oficialismo se alzó con igual energía ante el disparo que casi le cuesta la vida a un trabajador de prensa, como lo hizo con el vandalismo contra un diputado. El mensaje que se desliza entre líneas no es menor. Hay víctimas más útiles que otras. Y hay hechos que deben escalarse en la opinión pública y otros que se entierran con la precisión quirúrgica del silencio institucional.
En un escenario donde lo simbólico vale tanto como lo real, la vara de Francos no es otra cosa que una manifestación del ejercicio del poder. No mide con equilibrio, sino con conveniencia. Y en tiempos donde todo se polariza tan rápido, la línea entre el accidente y el atentado ya no la define la justicia: la define el vocero con más llegada al oído presidencial.