La Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) en Argentina, bajo Javier Milei, redefinió su enfoque para monitorizar a críticos del Gobierno, incluyendo periodistas e influencers. Un documento confidencial detalla el uso de tecnología para rastrear desinformación y señala un peligroso cruce entre vigilancia y represión, afectando la libertad de expresión.
La inteligencia estatal de Milei fija su blanco en críticos del Gobierno
Un documento confidencial de 170 páginas al que accedieron medios locales reveló que la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) en Argentina ha redefinido su estrategia operativa bajo el gobierno de Javier Milei, centrando su atención en actores que “erosionen la confianza” en las políticas oficiales, particularmente aquellos que incidan en la percepción pública a través de medios, redes sociales y tecnología. El texto, titulado Plan de Inteligencia Nacional (PIN), fue confirmado por dos fuentes independientes según el diario La Nación, y representa un giro clave en la lógica de seguridad del oficialismo.
El documento establece como objetivo explícito el monitoreo y análisis de quienes interfieran en los procesos cognitivos de la ciudadanía, lo cual abre la puerta a prácticas ambiguas que podrían incluir desde periodistas hasta influencers, pasando por economistas críticos y hasta funcionarios del propio oficialismo. Según se desprende del plan, el uso de inteligencia artificial y tecnologías emergentes para rastrear “desinformación” o “distorsión de percepciones” deja entrever una estrategia que amplía el marco tradicional de acción de los servicios secretos, y cruza sin delimitaciones claras los límites entre inteligencia interna y externa.
La conducción de esta ofensiva está a cargo de Sergio Neiffert, actual titular de la SIDE, operador político de perfil bajo ligado al riñón libertario. Bajo su liderazgo, el organismo recibió un refuerzo presupuestario de 25.250 millones de pesos, elevando el total disponible para 2025 a unos 80.872 millones, de los cuales 13.436 millones están etiquetados como “gastos reservados”. La discrecionalidad de estos fondos coincide con la falta de especificidad en las atribuciones e instrumentos que el PIN otorga a la SIDE, lo que despierta fuertes alertas respecto a sus posibles usos.
Uno de los aspectos más preocupantes es la amplitud sin contornos de las categorías de personas que podrían ser objeto de observación. El documento no distingue entre acciones malignas organizadas —como campañas de desinformación extranjera— y expresiones de disenso legítimas originadas en el debate público nacional. En este vacío semántico, la opinión de un columnista, un economista en redes o incluso las declaraciones espontáneas de un diputado oficialista podrían “afectar la percepción ciudadana” y, por ende, ser objetivos válidos dentro de este marco.
La lógica detrás de esta estrategia es coherente con la narrativa de Milei desde su campaña: ellos contra el “colectivismo enquistado”, y cualquier crítica como parte de una operación encubierta para deslegitimar su proyecto reformista. La alineación con Washington y Tel Aviv, mencionada explícitamente en el documento, corrobora que la SIDE buscará referencias en aparatos de inteligencia con historia de combate contra amenazas híbridas como la manipulación mediante Big Data y perfiles apócrifos. Lo que difiere –y genera escozor– es la dirección de esos instrumentos: están pensados no tanto para enemigos externos como para voces internas.
En ese contexto, el uso de herramientas de vigilancia sobre la opinión pública se presta a una lectura inquietante: podría institucionalizarse una cacería difusa contra cualquiera que cuestione el rumbo económico, critique medidas del Ejecutivo o participe activamente en conversaciones digitales con alto poder de difusión. La propia referencia a influencers y analistas en redes configura una redefinición del disidente como sospechoso, lo cual desarma pilares básicos de libertad de expresión en democracia.
La falta de control parlamentario sobre la SIDE, intensificada por el clima de concentración de poder impulsado desde la Casa Rosada, expone un problema aún más estructural: la inteligencia como herramienta de poder interno más que como mecanismo de protección estatal. En un país con una historia densa de persecución desde los servicios, la ausencia de controles, sumada a este nuevo enfoque, dibuja una frontera peligrosa para los equilibrios democráticos.
Más allá de la arquitectura burocrática, lo que emerge es una concepción política de la inteligencia: un instrumento para blindar al Gobierno de la erosión reputacional, antes que prevenir amenazas tangibles. En palabras simples, prevenir los memes antes que los atentados. La pregunta inevitable es: ¿quién define qué información es válida y cuál no lo es? En un sistema que delega esa potestad en un aparato hermético, la línea entre protección y represión queda peligrosamente difusa.
Los próximos meses pondrán a prueba si esta ingeniería de información se concreta en acciones específicas contra voces críticas, o si queda en un marco ambiguo de intenciones y advertencias. Por lo pronto, el mensaje del gobierno libertario es claro: el campo de batalla no es solo económico, sino también simbólico, cognitivo y discursivo. Y allí, todos están siendo observados.