Un video deepfake hizo que Mauricio Macri anunciara el apoyo a un candidato, alterando el voto de millones antes de las elecciones. La falta de condena y celebración por parte de algunos sectores revela una peligrosa normalización de la manipulación política. La democracia enfrenta un nuevo desafío que exige mayor verificación ciudadana.
El video trucho de Macri y la nueva frontera de la mentira política
Un video generado con inteligencia artificial hizo decir a Mauricio Macri que bajaba la candidatura de Silvia Lospennato para apoyar a Manuel Adorni, justo antes de una elección crucial en la Ciudad. No fue un error, un rumor o una interpretación maliciosa. Fue una mentira diseñada, meticulosa, hecha para circular rápido, generar impacto inmediato y alterar el voto de millones de personas. El oficialismo no sólo no lo condenó, lo celebró. Se cruzó una línea peligrosa.
El deepfake fue difundido el sábado previo a los comicios, mientras regía la veda electoral. Como estrategia de manipulación, no dejó rastros de sutileza: era Macri, o alguien que lo parecía tanto que la diferencia era indistinguible para más de uno. Según un relevamiento citado por consultoras especializadas, superó los 14 millones de impresiones en la red X. Un número que, en el ecosistema digital de hoy, puede mover el pulso de una elección.
Lo relevante no es que la maniobra haya existido —algo tan turbio siempre ronda los períodos de campaña—, sino la ausencia de condena. No hubo rechazo unánime. No surgió una defensa homogénea de la democracia ante una evidente alteración del proceso electoral. El silencio de muchos y el jolgorio de otros marcaron algo más profundo: el juego no es limpio y, peor, ya ni siquiera se finge que lo sea.
El episodio revela algo que va más allá de un golpe bajo. No estamos ante una exageración discursiva, una edición tramposa o una acusación en tribunales mediáticos. Es un nuevo nivel: hacerle decir a alguien algo que jamás dijo, hacerlo verosímil, rápido y viral, aprovechándose del tiempo de reacción tardío del sistema judicial y el consumo exprés de los usuarios. Nadie puede desmentir al ritmo al que una fake news se propaga.
Los antecedentes existen, pero eran otra cosa. Como cuando en 2005 se acusó falsamente a Enrique Olivera de tener una cuenta no declarada en el exterior, situación que influyó en su caída electoral y que años después fue desmentida judicialmente. O la célebre confesión de Carlos Menem sobre su campaña de 1989: si decía la verdad, no lo votaban. Pero el deepfake inaugura un capítulo distinto. Ya no se trata de un político mintiendo, sino de ser suplantado deliberadamente para encarnar esa mentira.
La condena desde el PRO fue inmediata, pero no bastó. La justicia también actuó, sí, ordenando la baja del video. Pero cuando el contenido se disemina amplio y rápido, las desmentidas llegan con sabor a excusa. Una parte de la población ya lo vio, probablemente lo creyó, y se formó una impresión que no se borra con un comunicado.
El oficialismo, en lugar de poner distancia, hizo lo contrario. Algunos dirigentes libertarios celebraron la jugada como si fuera una broma pesada, un truco electoral que merece aplausos por su astucia. La decisión de Javier Milei de no repudiar el hecho, y de incluso divertirse con el impacto que generó, es una señal inquietante del tipo de campaña que abraza este nuevo oficialismo: sin manuales, sin límites, sin realidades verificables.
El problema es que si esto se normaliza, habrá barra libre para cualquier cosa. ¿Qué impide que en las próximas elecciones veamos candidatos “confesando” delitos en videos bien producidos? ¿Qué detiene a un algoritmo bien entrenado de falsificar testimonios, burlando los filtros de las redes y abonando teorías conspirativas?
La democracia no garantiza transparencia por sí sola. Necesita salvaguardas, consensos mínimos. Un código común de lo inaceptable. Si el humor digital y la maximización del impacto inmediato se vuelven el principio rector de la campaña, todos los actores entran en un terreno donde ganar es más importante que respetar las reglas del juego.
Para los ciudadanos, la tarea es cada vez más exigente: desconfiar, verificar, distinguir una fuente confiable de una granja de bots. La distopía no tiene que llegar de golpe, puede colarse en píxeles y algoritmos, en un video de menos de un minuto que termina inclinando una elección.
Y para los que promueven esta forma de hacer política, acaso sólo quede una advertencia: todo vuelve. Cuando nadie le cree a nadie, cuando todo puede ser falsificado, la palabra pierde valor. Y sin palabras que valgan, no hay ni debate público ni credibilidad ni democracia posible. Es ahí donde escupir al cielo se vuelve una pésima estrategia política.